En aquella aldea celebraban todo. El comienzo de cada nueva estación y también su final. La llegada de las lluvias y del sol que hacía crecer los granos. La luna que iluminaba la pradera en las noches en las que estaba llena. Las nieves y los nuevos brotes. Cada llegada de un nuevo miembro al mundo y el crecimiento de quienes allí ya estaban.
Celebraban y celebraban, reían, bailaban, cantaban y preparaban comida especial. Entre tanta celebración, lo cierto es que ellas nunca se habían celebrado.
Un día de azul brillante y brisa de inicio de primavera consideraron que era buen momento para comenzar a celebrarse a sí mismas. Y que para recuperar algo del tiempo perdido podrían, en esta ocasión única, distinguir esta primera celebración de forma especial, alargándola varios días.
Y así, después de muchos preparativos, todas se marcharon de buena mañana. Las ancianas y las jóvenes, las niñas, las maduras y las recién estrenadas como madres. Llevaron consigo a los bebés e infantes que no habían aprendido a comer con sus manos. Todas marcharon contentas pensando en la celebración que llevaban tiempo preparando y se disponían a disfrutar. Los bebés mostraban asombro en sus rostros… ¿qué había pasado con su rutina?
Al caer la tarde comenzaron a regresar los distintos grupos de hombres a la aldea tras finalizar sus tareas. Ya en el camino desde el que se vislumbraba la aleda se dieron cuenta de la ausencia del bullicio habitual de la hora que acompañaba la preparación de las cenas, los juegos de los niños entre las casas, la recogida hacia el final del día. Una vez allí, no encontraron bullicio, sino adolescentes malhumorados y hambrientos empleándose a fondo en replicar lo que normalmente sus madres y hermanas ponían a disposición de todos, la comida que compartirían juntos al caer del sol. Afortunadamente, habían conseguido encontrar todo lo necesario. Algunos de los niños ayudaban a sus hermanos, mientras el resto seguía jugando alegremente fuera.
Sentados en círculo alrededor de los alimentos, en cada una de las casas no dejaban de preguntarse dónde estarían las de las voces cantarinas y qué estarían haciendo. No estaban preocupados, claramente habían marchado todas juntas y era difícil que las fieras atacaran a un grupo numeroso. Su ausencia era evidente y se sentía en cada rincón.
Con los estómagos llenos, tras disfrutar de las historias compartidas alrededor del fuego y hacerse numerosas preguntas sobre la repentina marcha, todos se retiraron a dormir pensando que pronto regresarían las que se deslizan como el viento.
Llegó la mañana. Se despertaron a una mañana silenciosa, sin los ruidos habituales del trajín cotidiano. El fuego se había extinguido por completo, nadie se había ocupado de los rescoldos. El frío de la mañana les hizo tiritar mientras se disponían a hacer lo que por costumbre solía estar ya dispuesto cuando amanecían. Cuando por fin consiguieron estar listos para salir hacia sus tareas, el sol lucía bien en lo alto. Se aseguraron de llevar algo consigo para la hora del almuerzo. Esperaban que, a su regreso, las que van de aquí para allá estuvieran de vuelta.
No ocurrió. Tampoco regresaron aquella noche. En cada casa de la aldea se repitieron las mismas preguntas ese atardecer. ¿Por qué sólo queda este agua?, ¿sabes dónde guarda tu madre el maíz?, ¿alguien sabe dónde encontrar más leña para la olla?
Durante la noche, el hombre más anciano que se encontraba en la aldea enfermó. Llamaron al hombre medicina, que acudió apresurado. Después de reconocer al anciano, se encaminó a recoger las plantas que necesitaba en su tienda. Su ansiedad fue en aumento. Aunque todas las plantas estaban disponibles y ordenadas, había perdido la soltura para encontrarlas con rapidez.
Tampoco regresaron a la mañana siguiente. El anciano mejoraba lentamente con las infusiones preparadas con el último agua que quedaba, y aunque fuera motivo de regocijo, un ambiente sombrío se había instalado en la aldea. La falta de comida caliente estaba haciendo mella y no había sido fácil organizar turnos para recoger agua y leña.
En el momento en el que el sol comenzaba su camino de descenso, los pájaros comenzaron a cantar sobre la aldea. A lo lejos parecía apreciarse un grupo de colores y risas aproximarse a la aldea. Incrédulos después del tiempo solos, salieron al camino. Las voces cantarinas, las que se deslizan como el viento y van de aquí para allá, se aproximaban con rapidez, llenas de nueva energía, con ganas de regresar a su hogar y compartirla con los suyos.
Esa noche, después de algún reproche, volvieron a celebrar todos juntos, como tantas otras veces. Celebrar juntos era lo importante. Antes de caer rendidos, un hombre le habló a su mujer diciéndole: “No preguntaré nunca por qué estuvisteis fuera tan largo. Tan sólo tengo una duda. ¿Por qué dejasteis que os acompañaran los más pequeños?”. Su mujer le ofreció en respuesta una enigmática sonrisa llena de amor.
Dedicado a las que ayudan a los demás a crecer.
Inspirado por Marylin Waring.
*Catalizando el desarrollo integral de personas y organizaciones
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