Cuando era pequeña, mi madre me regaló un libro que conservo con enorme cariño. Tiene el lomo destrozado, de leerlo y releerlo, y hay algún que otro garabato mío en sus páginas. Sigue siendo uno de los libros que más recuerdo de mi infancia.
Es también el favorito de mi pequeña ahora cuando vamos a mi tierra. Se titula, si no recuerdo mal, Los niños de los cuentos. Contiene, al final del libro, la Declaración de los Derechos del Niño.
Cuando miro hacia atrás, a mi infancia, puedo ver el recorrido de pequeños y grandes momentos y detalles: ese libro, uno de Matisse lleno de color, el curso en el colegio Estrella Toledano, Mafalda… Todos ellos formadores de carácter y valores. Como no podía ser de otra forma, desde muy pequeña sabía que los niños, a pesar de su tamaño, tenían derechos y que había una intención de respetarlos reflejada en ese compromiso de la Declaración.
Por eso me sorprendió el escaso eco (en mi opinión) en los informativos del día, de lo que, como decía una tertuliana de La Brújula, sin duda era la noticia más excelente (y por sí sola ya lo era) de la semana pasada, la liberación de 200 niños soldado en Sudán del Sur.
A pesar de que los niños tengan derechos, y aun siendo que los derechos de los niños soldado (a partir de la liberación) comenzarían a tener al menos la posibilidad (que no la garantía) de comenzar a ser restablecidos, la noticia no pareció conseguir hacerse hueco entre la formación de gobierno en Cataluña, los ataques entre formaciones políticas o los casos de corrupción que continúan (y continuarán) aflorando.
Se celebra poco, parece, algo que deba devolvernos un poco de confianza en el ser humano. La liberación supone la posibilidad, no sin un gigantesco esfuerzo de cada uno de esos niños y de quienes puedan acompañarles, de crecer con otra mirada, una que quizá permita la vida y no permanecer en la espiral de violencia. Una mirada que quizá les lleve a tomar una posición y hasta pasar a la acción para que a otros menores no les ocurra lo que a ellos. Así, “Marie quiere convertirse en presidente para adoptar una ley que prohíba el uso de niños en los conflictos en Sudán del Sur y Abel [nombre ficticio] quiere ayudar a la gente pobre y ser un ejemplo para asegurarse de que ningún niño sea reclutado” (El País, Planeta Futuro, 19 de abril).
Leo las historias y veo que la mayoría de los niños fueron secuestrados para los ejércitos cuando iban o volvían de buscar agua, o en el camino a la escuela. Los derechos 4 y 7 de la Declaración, no atendidos. Recuerdo entonces las fotos de la construcción de un pozo y la finalización de una escuela, éxitos recientes de Projet Niger. También de un comentario sobre el Objetivo número 1 (acabar con la pobreza), de los Objetivos de Desarrollo Sostenible 2030. Está claro que nos queda un largo camino… Prefiero no calcular la inversión, si es que así puede llamarse, destinada a adquirir todas las armas que aparecen en las fotos del artículo (más el entramado delictivo y violento que sin duda conlleva) para comenzar a compararlas con el coste de construcción de un pozo en un poblado de África.
Reparo en la sección del periódico en la que se ha publicado esta noticia, Planeta Futuro. Es irónico, a la vez que muy adecuado. No sé cuántos ojos leen esta sección en comparación con la portada y los grandes titulares. De lo que no tengo duda alguna es de que el futuro está en manos de los niños y niñas de todos y cada uno de los países del mundo y de que todos tenemos una responsabilidad, en absoluto pequeña, para con ellos.
Y por eso hay que celebrar y compartir esta excelente noticia. En lo que va de año, unos 800 menores han sido liberados y se prevén nuevas oleadas. Cada niño que puede volver a serlo es una posibilidad de futuro. Preservar activamente sus derechos, allá donde nos encontremos, también.
Feliz semana.
*Catalizando el desarrollo integral de personas y organizaciones
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